Budapest en 3 días
La primera vez que pisé Budapest fue en pleno otoño. La ciudad me recibió con una neblina espesa sobre el Danubio, como si quisiera ocultar sus secretos entre sus puentes y colinas. Estuve tres días, pero parecieron semanas por la intensidad de lo vivido. No es una ciudad que se rinda al turista a la primera. Hay que caminarla, escucharla y, sobre todo, sentirla.
Día 1: El cruce invisible entre Buda y Pest
Llegué en tren desde Viena. La estación Keleti me pareció un teatro en decadencia: techos altísimos, anuncios en húngaro imposibles de descifrar, y un murmullo constante que parecía venir del siglo XIX. Mi alojamiento estaba en Pest, en un edificio viejo con escaleras de madera que crujían como si guardaran secretos del imperio austrohúngaro.
Nada más dejar la mochila, crucé el Puente de las Cadenas hacia Buda. Recuerdo el viento helado en la cara y la vista de la colina del castillo con un cielo gris azulado que parecía pintado con carboncillo. Subí en funicular, un placer un tanto turístico, pero que me dio una de las vistas más bonitas de mi vida. Desde allí, con la ciudad extendiéndose como un tapiz iluminado, entendí por qué tantos poetas han escrito sobre Budapest.
Allí mismo puedes unirte al Tour por el Castillo de Buda, una visita guiada imprescindible para entender la historia de la ciudad.
Por la tarde regresé a Pest para ver la Basílica de San Esteban y el impresionante Parlamento de Budapest. Para quienes quieran aprovechar mejor esta parte, recomiendo reservar el tour al Parlamento, ya que el acceso requiere tiempo y organización.
Día 2: Termas, mercados y ruinas
Mi segundo día fue una mezcla deliciosa de contrastes. Empecé temprano en los Baños Széchenyi, donde el vapor salía de las aguas termales como en una película antigua. Me sumergí en la piscina exterior mientras lloviznaba, rodeado de señores mayores jugando ajedrez en el agua. Uno de ellos, con un gorro verde ridículo, me preguntó si yo era español y luego me recomendó un sitio para comer goulash "de verdad".
Al mediodía me perdí —literalmente— en el Mercado Central. El olor de los embutidos, el paprika colgando en racimos como si fueran amuletos, y las vendedoras con pañuelos de flores fueron una explosión sensorial. Me compré una empanadilla de carne que me quemó la lengua y me la comí sentado al lado de un grupo de estudiantes que discutían sobre filosofía política… en húngaro. Fascinante.
Un plan genial para cerrar este día es apuntarse al Crucero por el Danubio, o si quieres algo más especial, el Crucero nocturno. La ciudad iluminada desde el agua es pura magia.
Esa noche fui a un ruin bar, el mítico Szimpla Kert. Entrar allí fue como caer dentro de un collage psicodélico. Sillones rotos, bicicletas colgando del techo, luces de feria y gente de todas partes del mundo. Una chica israelí me preguntó si creía en las almas gemelas mientras bebíamos palinka, y no supe si reír o contarle lo de mi ex.
Día 3: Memoria, vino y despedida
El último día fue más introspectivo. Visite la Gran Sinagoga de la calle Dohány, que me dejó sin palabras. No por su belleza —que la tiene, desbordante— sino por el memorial del Holocausto en el jardín trasero: el árbol metálico con nombres grabados en cada hoja. Estuve allí una hora sin decir una palabra.
Después camine hasta los zapatos en la orilla del Danubio. Ese monumento sencillo, hecho de hierro y memoria, fue lo que más me conmovió de Budapest. El viento silbaba entre los zapatos vacíos y yo solo pensaba en cuántas historias quedaron allí congeladas.
Para cerrar el viaje, cené solo en un pequeño bistró. Comí pato con puré de patata y una copa de vino Tokaji. Afuera llovía. Dentro, Budapest me parecía una amante difícil, impredecible, pero inolvidable.
Tres días no bastan para entender Budapest. Pero sí para que te deje una marca, como una cicatriz bella. Es una ciudad que te exige, que no se rinde al primer vistazo, pero que si te quedas lo suficiente, te revela una profundidad emocional difícil de explicar. Y quizás por eso, cada vez que veo un río con niebla, pienso en ella.
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